19/3/11

Los niños y las nuevas culturas mediáticas: implicaciones en la educación

DAVID BUCKINGHAM

Los niños y las nuevas culturas mediáticas: implicaciones en la educación

Los medios son, evidentemente, un aspecto central en la vida de los niños y niñas contemporáneos. Los estudios muestran que la mayoría de niños de los países industrializados pasan más tiempo delante del televisor que en el colegio o bien interaccionando con sus familiares o amigos. Si, además, tenemos en cuenta el tiempo que dedican a leer libros y revistas, ver películas y vídeos, escuchar música, jugar a juegos de ordenador y navegar por Internet, está claro que los medios son, de lejos, el elemento al que los niños dedican la mayor parte de su tiempo de ocio.



Este fenómeno a menudo despierta temores entre los adultos, que se muestran preocupados por el bienestar de los niños. Los medios, consideran, influyen negativamente en el bienestar psicológico, incluso físico, de los niños. Una exposición «excesiva» a los medios a menudo se cree que conduce a la violencia y a la delincuencia, la promiscuidad sexual, el fracaso escolar, la obesidad, la apatía, el cinismo y un sinfín de comportamientos antisociales. En ocasiones, estos temores alcanzan el nivel de «pánico moral» y se considera que los medios son los principales responsables de la pérdida de los valores morales y del comportamiento civilizado (Barker y Petley, 2001).

Más recientemente, hemos visto que ha aparecido un argumento que, en cierta forma, así lo refleja. Los niños son considerados de forma natural y automática como «sabios mediáticos», como participantes activos en su relación con los medios, más que como consumidores pasivos. Se considera que mantienen una relación espontánea, intuitiva, con los medios, y parece ser que no necesitan ningún tipo de aprendizaje para utilizarlos. Para muchos, los nuevos medios como Internet vienen a ser una forma «de liberación de los niños», lo cual les permitirá huir de la influencia restrictiva de los adultos (Katz, 1997; Tapscott, 1998). De hecho, desde esta perspectiva, a menudo se considera que los adultos corren el riesgo de «quedarse atrás» debido al acelerado ritmo de los cambios que se producen.

En cierta forma, ambos argumentos son correctos y se podrían considerar sintomáticos de una crisis más general de las relaciones entre adultos y niños causada por unos cambios sociales más amplios. En este caso, y como en muchos otros ámbitos, con frecuencia se considera de forma determinista que los medios son la única causa del cambio: nos ofrecen la explicación conveniente (o bien se utilizan de chivo expiatorio) para aquellas cuestiones que resultan demasiado difíciles de explicar o de afrontar. Sin embargo, ambos puntos de vista reflejan asunciones más amplias sobre la infancia. Por un lado, se considera que los niños son inocentes y vulnerables a las influencias; por otro, que son sabios innatos. Aunque de distinta forma, ambos puntos de vista solo pueden ser calificados de sentimentales.

En el presente documento pretendo ofrecer una descripción breve, pero espero que compleja, de los cambios contemporáneos más fundamentales en las experiencias mediáticas de los niños, así como también unas indicaciones generales de las implicaciones que tienen en la educación. Sin embargo, es importante que no solo nos centremos en los medios. Así pues, empezaremos dando un vistazo a la posición social cambiante de los niños.

Infancias cambiantes

Obviamente, generalizar sobre la infancia es peligroso. No podemos tratar a los niños y niñas como una categoría homogénea. Qué representa la infancia y cómo se vive depende, evidentemente, de varios factores sociales, como el género, la «raza» o la etnia, la clase social, la situación geográfica, etc. No obstante, se pueden enumerar una serie de cambios que se han producido en la vida de los niños a lo largo del último siglo y, más concretamente, en las últimas tres o cuatro décadas (para más detalles, ver Buckingham, 2000).

Hemos visto cómo las familias pasaban de ser extensas a, gradualmente, convertirse en núcleos reducidos, hasta llegar a las estructuras familiares no tradicionales de varias formas, y que van en aumento, especialmente familias monoparentales. Al menos en el Reino Unido, los estudios apuntan que actualmente hay más posibilidades de que los niños permanezcan confinados en sus casas y que son menos independientes en cuanto a movilidad que hace veinte años. Mientras que los padres dedican menos tiempo a estar con sus hijos, intentan compensarlo dedicándoles cada vez más recursos económicos. Al mismo tiempo, los años de escolarización obligatoria han ido aumentando, así como también la proporción de jóvenes que siguen con la educación postobligatoria. Además, cada vez hay más niños que reciben educación preescolar. Por otro lado, el paro juvenil crece y en algunos países las ayudas económicas a los jóvenes han sufrido ciertos recortes; como consecuencia de ello, cada vez son más dependientes de sus padres. También se han producido cambios significativos en la cultura de este grupo. Los jóvenes empiezan a mantener relaciones sexuales a una edad cada vez más temprana, y maduran físicamente también más pronto. Las drogas se han convertido en un aspecto intrínseco a las experiencias recreativas de los jóvenes. A pesar de la «lucha contra la droga», su consumo está en niveles más altos que nunca. Por otra parte, existe un temor creciente sobre la incidencia de la delincuencia infantil, a pesar de que estadísticamente los niños tienen más posibilidades de ser víctimas de la delincuencia que cualquier otro grupo de edad.

Paralelamente a estos cambios, se han producido otros en el estatus de los niños que les distinguen como grupo social. Por un lado, cada vez existe mayor preocupación por la protección de los niños, especialmente de las formas de abuso; a pesar de que, por otro lado, se han producido intentos, mediante castigos, para hacer frente a un descenso notable de la disciplina entre los jóvenes. Al mismo tiempo, la cuestión de los derechos de los niños ha ganado en importancia en los últimos años. De acuerdo con la Convención de Naciones Unidas sobre los derechos del niño, muchos países han adoptado nuevas leyes a fin de proteger los derechos de los niños tanto en el seno de la familia como en relación con el Estado. No obstante, la preocupación por los derechos de los niños va acompañada de una nueva visión de los niños como mercado potencial. Si se dice que el capitalismo es quien creó «a los adolescentes» en los años cincuenta, actualmente nos dirigimos a los niños directamente como mercado sin ningún tipo de miramiento, antes que como una simple forma de llegar a sus padres. Sin embargo, en las últimas dos décadas en muchos países occidentales se ha observado un creciente distanciamiento entre ricos y pobres, y la creación de una subclase que va en aumento, en la que los niños están representados de forma desproporcionada.

Está claro que estos cambios no explican una historia sencilla; obviamente afectarán al conjunto de niños de diversa forma. De hecho, en cierta medida, apuntan hacia un creciente distanciamiento entre los niños (no solo entre ricos y pobres, sino también entre aquellos que viven infancias «modernas» y los que viven infancias «tradicionales»). En general, sin embargo, es evidente que las relaciones de autoridad y poder entre adultos y niños están cambiando. Mientras hay voces que pretenden reafirmar las relaciones tradicionales, y regresar a la época en que los niños «se veían pero no se oían», hay quien ve con buenos ojos estos cambios y los consideran como la extensión de la democracia y de los derechos de los ciudadanos hacia los niños. Además, podríamos afirmar que los niños han ganado poder no solo como meros ciudadanos, sino también como consumidores; y, especialmente, ambos aspectos ya no se pueden separar uno de otro.

Estos cambios refuerzan y se ven reforzados por los cambios de las relaciones de los niños con los medios. En los siguientes apartados del documento realizaremos un repaso de las novedades en este ámbito y analizaremos la tecnología, la economía, y textos y audiencias. Como explicaremos más adelante, estos cambios implican consecuencias ambivalentes para nuestra visión de la infancia: por un lado, parece ser que los límites entre los niños y los adultos se van desdibujando. Los niños consiguen «empoderamiento». Aun así, simultáneamente, se les niega la oportunidad de ejercer el control.

Tecnología

Como ya hemos visto, en los debates sobre la relación de los jóvenes con los medios se suele atribuir un poder determinante a la tecnología. Esta argumentación es problemática por varios motivos. La tecnología no produce cambios sociales sin tener en cuenta cómo se utilizan; las diferencias inherentes a las tecnologías tampoco son tan absolutas como a menudo se supone. En este caso, debemos considerar la relación que tienen los cambios tecnológicos tanto con el desarrollo económico como con los cambios de comportamiento del público.

En primer lugar, las recientes innovaciones tecnológicas de los medios se pueden entender como una cuestión de proliferación. Desde la llegada de la televisión, la pantalla del televisor se ha convertido en un punto de distribución de un abanico cada vez más amplio de medios. El número de canales ha aumentado, tanto los de la televisión terrestre como (de forma más espectacular), con la llegada del cable, los de satélite y televisión digital; al mismo tiempo, la pantalla se utiliza como vídeo de varias formas, así como para un abanico cada vez más amplio de medios digitales, desde juegos de ordenador y CD-ROM hasta Internet.

En segundo lugar, se ha producido una convergencia entre las tecnologías de la información y las de la comunicación. A lo largo de la pasada década, la llegada de la televisión digital, de Internet, de las tiendas en línea, del vídeo según la demanda y demás novedades fueron desdibujando las diferencias entre los medios de emisión lineal, como la televisión y narrowcast, y los medios interactivos como Internet. Como las demás novedades que hemos citado aquí, todo ello ha sido dirigido comercialmente; pero también ha sido posible gracias a la digitalización.

Estas novedades, en tercer lugar, tienen implicaciones en términos de acceso. Hasta ahora, los aspectos caros de la producción mediática y una serie de nuevas formas y opciones mediáticas han ido llegando al consumidor doméstico. El precio de las videocámaras, las cámaras digitales y los PC multimedia ha ido bajando al mismo tiempo que aumentaban sus capacidades; al menos en principio, Internet supone una forma de comunicación que no puede ser controlada por una élite reducida. En el proceso, se comenta que los límites entre la producción y el consumo, entre la comunicación de masas y la interpersonal, han empezado a desaparecer.

Estos cambios tienen ciertas implicaciones específicas en los niños. Los niños y los padres se encuentran entre los mercados más destacados por estas nuevas tecnologías. La televisión por cable y por satélite, el vídeo, las videocámaras, por ejemplo, van dirigidos muy especialmente al público más joven, mientras que la mayoría de publicidad y las promociones de ordenadores domésticos juega con la mística popular según la cual los niños tienen una afinidad natural con la tecnología (Nixon, 1998). En el Reino Unido, por ejemplo, la generalización de la televisión por satélite y por cable, los vídeos, las videocámaras y los ordenadores domésticos ha sido mayor en hogares con niños. Además, la tecnología se usa de forma más individualizada. Por ejemplo, la mayoría de niños del Reino Unido tienen un televisor en su habitación, y una parte significativa tienen vídeo. Estas tendencias se ven reforzadas por la democratización general de las relaciones en el seno de las familias. No obstante, los usos colectivos de los medios, como «ver en familia», están lejos de desaparecer (Livingstone y Bovill, 1999).

De forma similar, muchas de las nuevas formas culturales que posibilitan estas tecnologías se identifican, en primer lugar, con los jóvenes. Los juegos de ordenador, por ejemplo, van dirigidos especialmente a los niños y al mercado juvenil, mientras que para crear música pop cada vez se utiliza más la tecnología digital, mediante sampling, editando y utilizando varios programas. La accesibilidad que va adquiriendo toda esta tecnología permite que algunos jóvenes desarrollen un papel más activo como productores culturales. Cada vez hay más adolescentes que tienen en la habitación un ordenador que les permite crear música, manipular imágenes o editar un vídeo a un nivel relativamente profesional. Sin embargo, no deberíamos exagerar la magnitud de estas innovaciones. Los niveles de acceso a la tecnología aumentarán considerablemente en los próximos años a medida que los precios se reduzcan. Ahora, todavía existe un distanciamiento entre «los ricos en tecnología» y «los pobres en tecnología», tanto en el seno de las sociedades como en términos globales (Van der Voort y otros, 1998).

El acceso cada vez mayor que tienen los niños a los medios aumenta la preocupación sobre a qué contenidos hasta ahora limitados a los adultos se pueden ver expuestos (los más obvios son «sexo y violencia», conceptos que a menudo se definen de forma muy imprecisa). Cuando los comparamos con tecnologías más antiguas, como el cine o la televisión, vemos que los medios como el vídeo y la televisión por cable o por satélite debilitan significativamente el potencial de un control centralizado por parte de los gobiernos nacionales. El vídeo, por ejemplo, ha hecho posible copiar y distribuir material de forma generalizada hasta ahora nunca vista con las imágenes en movimiento. Además, no solo se puede ver en lugares públicos, donde el acceso se puede controlar, sino también en el ámbito privado, como es una casa, y en el momento elegido por el espectador y no en el momento programado de forma centralizada y teniendo en cuenta qué es lo más adecuado para los niños. Una amplia mayoría de niños han visto vídeos a los que, legalmente, no deberían haber tenido acceso (Buckingham, 1996).
Este temor sobre el control se ha acentuado con la llegada de la tecnología digital. Ahora ya no solo es posible copiar y distribuir fácilmente el material, sino que también se puede enviar más allá de los límites nacionales a través de una línea telefónica. Actualmente, Internet es un medio relativamente descentralizado. Cualquier persona que tenga acceso a esta tecnología puede «publicar» lo que quiera y cualquier otra persona puede tener acceso a ello. Mediante Internet, los niños y niñas se pueden comunicar más fácilmente entre ellos y con los adultos sin que deban identificarse como niños. Naturalmente, la privacidad y anonimato que proporciona Internet permite una fácil distribución y venta de pornografía. Esta situación ha llevado a que cada vez se alcen más voces exigiendo una regulación más estricta y censura; y la búsqueda de una «reparación tecnológica» en forma de «V-chip» o «software bloqueador» que evite que los niños tengan acceso a material considerado indeseable. No obstante, la efectividad de estos aparatos todavía es limitada (Waltermann y Machill, 2000).

Economía

Estas novedades tecnológicas han ayudado a reforzar, y han sido reforzadas, por cambios institucionales y económicos fundamentales en las industrias multimedia. Las dos últimas décadas se han caracterizado por una creciente privatización. La cada vez más amplia comercialización de la cultura contemporánea, en que ámbitos como la política, el deporte, la salud, y, claro está, la educación, han ido siendo invadidos por fuerzas comerciales, ha llegado inexorablemente a los medios. Mientras tanto, el sector público, por ejemplo en la televisión y la radio, se ha ido comercializando gradualmente y ha ido abandonando la regulación en cuanto a las funciones sociales y culturales del medio a favor de una menor preocupación por la moralidad.
Una consecuencia inevitable de estas innovaciones ha sido la integración y globalización de las industrias mediáticas.

Actualmente, un número reducido de conglomerados multinacionales dominan el mercado mediático; y ahora unas marcas globales suministran una lengua internacional o bien una «cultura común», especialmente entre los jóvenes. Para las empresas de alcance nacional, el éxito en el mercado internacional cada vez es más importante para sobrevivir. Es significativo que la mayoría de estas corporaciones sean imperios transmediáticos: incluyen televisión, publicidad, tecnología mediática y digital, y en muchos casos tienen intereses tanto en hardware como en software. No obstante, la integración no significa necesariamente homogeneización. Como resultado de la fragmentación del público y del aumento del marketing sectorial, ha aumentado la competitividad. Los recursos multimedia cada vez van más dirigidos a sectores especializados del gran público, incluso a escala global; las nuevas tecnologías también permiten comunicaciones más descentralizadas y la creación de «comunidades» que trascienden los límites nacionales.

Estas innovaciones afectan a los niños de formas bastante ambiguas. Los niños como objetivo comercial no fueron «descubiertos» propiamente hasta hace algunas décadas. En el caso de la televisión comercial, por ejemplo, en un principio no se consideraba que los niños constituyesen un público a tener en cuenta. Durante las primeras décadas del sistema comercial en Estados Unidos se dedicaban los mínimos recursos a los programas para niños, y se emitían en horarios en que los demás públicos no podían ver la televisión (Melody, 1973). Incluso en el Reino Unido, donde la tradición de servicio público siempre ha sido muy importante, la televisión para niños, comparativamente, recibía muchos menos recursos. En la era contemporánea del marketing segmentado, de repente los niños han adquirido más valor. Ahora se les considera una influencia importante en las decisiones que toman los padres con respecto a los gastos, y además ellos mismos disponen de cierto poder adquisitivo. Al menos en el ámbito de las industrias multimedia, el niño vulnerable que necesita protección ha ido dejando paso al niño «consumidor soberano». La creación y desarrollo de una «cultura de la juventud» y, todavía más recientemente, de una «cultura de los niños» global están ahora siempre presentes en las operaciones comerciales de los medios modernos. Como consecuencia, los niños de hoy es posible que tengan más en común con niños de otras culturas que con sus propios padres (Ohmae, 1995).

Naturalmente, deberíamos desconfiar del determinismo económico. Es demasiado fácil caer nuevamente en las nociones tradicionales de que los niños son vulnerables a la explotación comercial o a las seducciones del imperialismo de los medios. Una amplia proporción de los productos comerciales dirigidos a los niños no consiguen generar beneficios. El mercado es muy competitivo y muy incierto. Por ello es en parte justificable que los productores se quejen recurrentemente de que los niños son un mercado volátil y complejo que no se puede conocer ni controlar fácilmente.

Sin embargo, es un hecho que las actividades de ocio de los niños cada vez están siendo más privatizadas y comercializadas. Los niños pasan más tiempo en su casa o bien en algún tipo de actividad supervisada, mientras que los bienes culturales y los servicios que consumen tienen que pagarse con dinero en efectivo. Los espacios públicos de la infancia, tanto los espacios físicos de juego como los espacios virtuales de las emisiones, han ido perdiendo terreno en beneficio del mercado comercial. Una consecuencia inevitable es que los mundos sociales y de los medios de los niños son cada vez más desiguales. El distanciamiento entre ricos y pobres se ve reforzado positivamente por la comercialización de los medios y la disminución del sector público en este ámbito. En el caso de los ordenadores, así como en los primeros tiempos del televisor, aquellos que disponen de más renta son «adoptadores precoces». Cuentan con un equipamiento más moderno y de más potencia, y con más oportunidades de desarrollar las habilidades necesarias para utilizarlo. Los niños con una renta menor simplemente tienen un acceso restringido a los bienes y servicios culturales. No solo viven en mundos sociales diferentes, sino también en un mundo mediático distinto.

Textos

Tal vez una de las manifestaciones más obvias de estas innovaciones tecnológicas y económicas son las características cambiantes de los textos mediáticos, es decir, de los programas de televisión, películas, juegos y demás artefactos con que se entretienen los niños. En primera instancia, esto se puede considerar una consecuencia más de la convergencia económica y tecnológica. Cada vez más, los textos de los medios son, en cierta forma, derivados o anuncios de otros textos o productos originales; los medios cada vez están más estrechamente relacionados con el mercadeo de una serie de otros productos.
En consecuencia, la intertextualidad se ha convertido en una característica dominante en los medios contemporáneos: los textos constantemente hacen referencia o bien se basan en otros textos, a menudo irónicamente. Muchos dibujos animados contemporáneos, por ejemplo, parten, conscientemente, de otros medios en forma de pastiche, homenaje o bien parodia; yuxtaponen elementos incongruentes de diferentes periodos históricos, géneros o contextos culturales; y juegan con las convenciones establecidas sobre la forma y la representación. En este proceso, se dirigen a los lectores o espectadores como consumidores que conocen el tema, como «alfabetos mediáticos».

Finalmente, muchos de estos nuevos medios se caracterizan por formas de interactividad. Muchos de los defensores más utópicos de la multimedia interactiva la consideran una forma de liberación del encorsetamiento de los medios más tradicionales y «lineales», como son las películas y la televisión. Gracias al hipertexto, los CD-ROM y los juegos de ordenador, ha desaparecido la distinción entre «lector» y «escritor»: el lector (o jugador) ya no resulta manipulado pasivamente por el texto y, además, el único texto es el que el «lector» decide «escribir». Así pues, al menos algunos de estos medios parece ser que requieren más fascinación de sus usuarios que los medios «más antiguos» con los que ahora compiten.

Muchas de estas innovaciones vienen dictadas, en primera instancia, por la lógica económica. A medida que han ido proliferando los medios, los productores han tenido que explotar el éxito de un abanico cada vez más amplio y en un periodo de tiempo más corto, y han tenido que utilizar el mismo material de formas diferentes. Mientras tanto, la «ironía» se ha convertido en un método de marketing muy útil que permite a las corporaciones mediáticas asegurarse un beneficio adicional reciclando las propiedades existentes; y la «interactividad» a menudo no es más que el envoltorio.

Sin embargo, muchas de estas características se aplican con una fuerza particular en los textos mediáticos dirigidos a niños y a jóvenes (ver Bazalgette y Buckingham, 1995; Buckingham, 2002; Kinder, 1991, 2000). A medida que el acceso de los niños a la tecnología aumenta, ya no tienen que ver o leer aquello que eligen sus padres. A medida que el mercado segmentado de los niños gana en importancia, tienen más posibilidades de restringirse a medios que se han producido específicamente para ellos. En efecto, las nuevas formas culturales «postmodernas» que caracterizan la cultura de los niños y de los jóvenes a menudo excluye a los adultos, que dependen de unas competencias culturales particulares y de un conocimiento previo de los textos mediáticos específicos (en otras palabras, de un tipo «de alfabetización mediática») que solo son accesibles para los jóvenes.
Así pues, muchos de los dibujos animados más populares y programas magacín para los niños (desde los Simpson hasta el programa británico SMTV Live) están repletos de referencias a otros textos y géneros, a veces mediante citas directas o bien mediante sampling. Atacan fuentes culturales que existen (tanto de una cultura más elevada como de la cultura popular del pasado y del presente) de forma fragmentada y a menudo aparentemente parodiándolas. Si comparamos las series de animación actuales con las de treinta años atrás, choca no solo su ritmo trepidante, sino también la ironía, la intertextualidad y la forma compleja con que se combinan realidad y ficción (Wells, 2002).

Ahora los programas de televisión ya no son solo programas, también son películas, discos, cómics, juegos de ordenador, juguetes, por no hablar de las camisetas, pósteres, fiambreras, bebidas, álbumes de cromos, comestibles y un sinfín de otros productos. La cultura mediática de los niños va traspasando los límites entre textos y entre formas mediáticas tradicionales (los ejemplos más claros de este fenómeno son las Tortugas Ninja, los Power Rangers y, el caso más espectacular, los Pokémon). En este proceso, la identidad del texto «original» no está nada clara: este material se envuelve y comercializa como fenómeno integrado, más que como texto al que seguirá el mercadeo correspondiente. Este proceso no está restringido a las corporaciones «comerciales», tal y como ilustran producciones de los servicios públicos como Barrio Sésamo y los Teletubbies, producto de la BBC.

Disney, cómo no, es un ejemplo clásico de este fenómeno. Ya desde los primeros días de los clubes Mickey Mouse, el mercadeo y los subsiguientes parques temáticos han sido elementos clave para la dimensión de la empresa. De hecho, son estos elementos los que han garantizado la continuidad de los beneficios (Gomery, 1994). Sin embargo, actualmente esta integración horizontal se mueve a una escala distinta. Una vez se ha visto la última película Disney, se pueden seguir sus episodios derivados en el Canal Disney, o bien conocer a sus personajes en el parque temático; se puede visitar la tienda Disney en el centro comercial local y hacer aprovisionamiento de vídeos, pósteres, camisetas y demás productos; también se pueden coleccionar «los regalos» de personajes de juguete que encontramos en el paquete de cereales y en los restaurantes de comida rápida; o comprar el cuento animado en CD-ROM, jugar al juego de ordenador, visitar la página web, etc. Los niños están en la vanguardia de lo que Marsha Kinder (1991) denomina «intertextualidad transmediática», y la autora afirma que la lógica de este proceso, en primera instancia, viene marcada por el beneficio.

También es importante identificar cambios a nivel de contenido, que, como destaca Postman (1983), es lo que a menudo crea alarma entre los adultos críticos. Al menos en el Reino Unido, el contenido ha cambiado constantemente a lo largo de los últimos veinte años para ir incorporando temas como el sexo, las drogas y la crisis de la familia, que antes se habían considerado tabú. Así mismo, las revistas y libros dirigidos al mercado de los adolescentes han sido blanco de las críticas debido al tratamiento franco y explícito que hacen de estos temas (ver Jones y Davies, 2002; Rosen, 1997).

Así pues, se podría afirmar que la edad en que la infancia acaba, al menos según las industrias mediáticas, se va reduciendo continuamente. Se dice que los niños «se hacen mayores cada vez más pequeños». Los productores de televisión para niños, por ejemplo, admiten que la mayoría de niños más mayores han pasado a ver programas «de adultos». Los temas sociales que se tratan en los programas dramáticos para niños tienen mucho en común con los de las series dirigidas a los adultos; mientras que el estilo y el ritmo visual de los magacines para jóvenes claramente han influido en un acercamiento a programas «adultos». Si bien algunos críticos siempre se han quejado de la precocidad de los programas infantiles, otros empiezan a lamentar lo que consideran la infantilización de la televisión «adulta». Sea como sea, parece ser que «el infantilismo» (como lo fue la «juventud») se ha convertido en un material importante para vender en el mercado mediático.

La audiencia

A medida que los medios han ido evolucionando, han ido asumiendo varios tipos de competencias y de conocimiento (y han fomentado varias formas «de actividad») por parte del público. Los medios contemporáneos se dirigen cada vez más a los niños como consumidores altamente «alfabetizados mediáticamente». Ahora bien, si realmente lo son y qué queremos decir con ello, ya es una cuestión más compleja.

Como ya hemos comentado, los defensores de la «revolución de las comunicaciones» mantienen que el público va ganando «apoderamiento» con estos nuevos medios; por otro lado, los críticos apuntan que están más abiertos a la manipulación y la explotación comercial. Así pues, frecuentemente se reclaman más opciones para los consumidores, mientras hay quien responde que estas opciones no son tales. Por ejemplo, la proliferación de canales de televisión ha llevado a un aumento de la cantidad de televisión para niños, incluso teniendo en cuenta que en gran medida son reposiciones. Si este aumento será sostenido a largo plazo es más discutible. No obstante, la cantidad de producto nuevo no puede seguir el ritmo de la aparición de vías de difusión. Al fin y al cabo, los espectadores de cada canal disminuyen en la medida en que hay más y, por lo tanto, se recortarán los recursos para producción nueva. En la práctica, en consecuencia, lo que se ofrecerá a los espectadores seguramente serán más y más oportunidades de ver las mismas cosas (Buckingham y otros, 1999).

Estas cuestiones, en cierta forma, se ven agravadas por la interactividad. Dejando aparte la cuestión de si navegar por Internet realmente es más «activo» que hacer zapping entre canales u hojear una revista, por ejemplo, está la cuestión de si el público realmente quiere más actividad. Incluso entre los usuarios habituales existe cierto escepticismo con respecto al «apoderamiento» que aparentemente se les ofrece. Internet permite claramente mayor control sobre la selección del contenido y el ritmo al que se lee. Aun así, el proceso también permite un seguimiento más detallado del comportamiento del consumidor. Actualmente resulta muy fácil realizar el seguimiento de los usuarios por páginas web y en páginas concretas, y así construir un perfil del consumidor que puede ser la base para la publicidad electrónica. Los niños se han convertido en objetivos clave de este tipo de «minería de datos» (Center for Media Education, 1997).

Finalmente, están las cuestiones sobre el crecimiento de la fragmentación de las audiencias, a medida que los textos se han ido dirigiendo a grupos de consumidores especializados. La televisión de multicanales, por ejemplo, puede conducir al declive de la difusión broadcast (y la «cultura común» que hace posible) y conducirá a la difusión narrowcast. Internet es el medio por excelencia de aquellos con intereses especializados o minoritarios. Aun así, a largo plazo habrá que comprobar hasta qué punto los consumidores realmente quieren usos individualizados o personalizados de los medios o bien quieren más experiencias compartidas (al menos hasta el nivel de poder hablar al día siguiente de lo que han visto). Aquí también vemos que la cuestión de si los nuevos medios necesariamente ofrecen una forma «de apoderamiento» está abierta.

Sin embargo, estos cambios tienen implicaciones específicas en nuestra visión de la audiencia infantil. Como mínimo en el mundo anglófono, cada vez ocupan más titulares historias sensacionalistas sobre el daño que han causado los medios en los niños. Existe una amplia aceptación de que los niños ya no están limitados al material diseñado para ellos, a pesar de que algunos estudios apuntan que ellos siempre han preferido los medios «adultos», al menos en cuanto han podido tener acceso a ellos (Abrams, 1956). Si bien los debates públicos sobre los niños y los medios cada vez se preocupan más y más de defenderlos de todo mal, la perspectiva de aquellos que trabajan en el seno de esta industria parece ser que señala hacia la dirección contraria (Del Vecchio, 1997). En este caso, los niños ya no se consideran generalmente inocentes y vulnerables a las influencias. Muy al contrario, se les ve como consumidores sofisticados, exigentes y «sabios mediáticos». Este cambio se ha puesto de manifiesto en la historia reciente de la televisión para niños (Buckingham y otros, 1999). La ética «centrada en el niño» ampliamente extendida que se impuso en Gran Bretaña durante los años sesenta y setenta ha ido perdiendo terreno a favor de un enfoque esencialmente consumista. El espectador infantil ya no es visto como una conciencia en desarrollo de la imaginación psicológica, sino como un consumidor sofisticado, discriminador y crítico. Los niños son ahora «chicos», chicos «listos», «que controlan», «que saben de qué va». Es difícil complacerles; van más allá de los intentos de decepción y manipulación, no les gusta que no les traten como adultos.

Este discurso a menudo se relaciona con cuestiones sobre los derechos de los niños. Internacionalmente, el máximo exponente exitoso de este enfoque es el canal para niños Nickelodeon (del que es propietario el gigante mediático norteamericano Viacom). Lo que encontramos aquí es una retórica del «apoderamiento»; el concepto es el de un canal como zona «solo para niños», que les da voz, que adopta su punto de vista, como un amigo suyo (Laybourne, 1993). Esto se ve reforzado por la publicidad y por el material de continuidad. Es significativo que en primera instancia aquí a los niños se les define como no adultos. Los adultos son aburridos; los chicos son divertidos. Los adultos son conservadores; los chicos son frescos e innovadores. Los adultos nunca te entenderán; los chicos saben intuitivamente. A pesar del énfasis que se pone en «los derechos de los niños», este discurso no les define como actores sociales o políticos independientes, por no hablar de ofrecerles control democrático o bien responsabilidades: es un discurso de soberanía del consumidor enmascarado como discurso de derechos culturales. Tal y como reza el lema de la empresa de Nickelodeon, «lo que es bueno para los chicos lo es para el negocio».

Implicaciones en la educación

En ciertos aspectos, las recientes innovaciones en los medios puede considerarse que refuerzan o que son reforzadas por los cambios en la infancia del tipo que hemos citado previamente en este documento. Esto viene caracterizado por un sentimiento creciente de inestabilidad e inseguridad; las distinciones y jerarquías establecidas van perdiendo peso a medida que van surgiendo nuevas formas culturales y nuevas identidades. En cuanto a los medios, como en muchos otros ámbitos de la vida social, los límites que antes existían entre niños y adultos van desapareciendo, a pesar de que, como hemos apuntado, estos límites se refuerzan o se redibujan. La separación entre el mundo mediático de los niños y el de los adultos cada vez es más patente, aunque los términos en que se separan están cambiando. A los niños más mayores ya no se les puede «proteger» tan fácilmente de experiencias que se consideran nocivas moralmente o inadecuadas. Las paredes que rodean el jardín de la infancia son cada vez más fáciles de escalar. Es más, los niños (especialmente los más jóvenes) participan en mundos culturales y sociales inaccesibles e incomprensibles para sus padres.

Así pues, ¿cuáles son las implicaciones de esta situación en la educación? En un primer nivel, todo lo expuesto supone que existe un vacío que se va ensanchando entre el mundo de los niños fuera del colegio y el énfasis de muchos sistemas educativos. Mientras que las experiencias sociales y culturales de los niños han cambiado drásticamente en los últimos cincuenta años, los colegios no han logrado seguir el ritmo de estos cambios. Las aulas de hoy serían fáciles de reconocer por los pioneros de la educación pública de mediados del siglo xix, la forma en que están organizados la enseñanza y el aprendizaje, el tipo de habilidades y los conocimientos que se evalúan. Una parte considerable de los contenidos curriculares ha variado muy superficialmente desde entonces. De hecho, hay quien dice que la enseñanza empieza a ir marcha atrás, se aleja de la incertidumbre del cambio social contemporáneo para dirigirse hacia una aparente estabilidad reconfortante de un nuevo «fundamentalismo educativo», en el que se podrán restablecer las relaciones tradicionales de autoridad entre adultos y niños (Kenway y Bullen, 2001).

Naturalmente, no se trata de establecer una oposición absoluta entre «cultura escolar» y «cultura de los niños». El colegio es inevitablemente un punto de la negociación (y a menudo de la lucha) entre las concepciones de conocimiento y valor cultural. Aun así, actualmente existe un contraste extraordinario entre la actividad y el entusiasmo que caracterizan las culturas consumistas de los niños y la pasividad que reina en el colegio. Claro que los profesores se quejan perennemente de la disminución del «campo de atención» de los niños, aunque, en realidad, los niveles de concentración y energía intensa que caracterizan los juegos de los niños en el patio con fenómenos como Pokémon no concuerdan con la cada vez menor influencia de una enseñanza y evaluación mecánicas que actualmente predominan en las aulas (Buckingham y Sefton-Green, 2002). Tal y como subrayan Jane Kenway y Elizabeth Bullen (2001), las «políticas de conocimiento» de la cultura consumista de los niños a menudo son explícitamente contrarias a las de la educación formal, que presentan a los profesores como aburridos y serios, no mereciendo que se les emule, sino que queda justificada la rebelión y su rechazo. Como un carnaval de Rabelais, la cultura mediática de los niños ha ido convirtiéndose en una arena donde los valores autoritarios de la seriedad y el conformismo se han ido debilitando y destruyendo.

En este contexto, casi no sorprende que los niños perciban la educación como algo marginal a sus identidades y preocupaciones (en el mejor de los casos, como un tipo de trabajo rutinario funcional). Si los colegios se implican en las culturas mediáticas de los niños, entonces es vital que cuando lo hagan no sea para restablecer nociones tradicionales sobre cuáles son los conocimientos válidos. Más allá de las cuestiones académicas tradicionales, es poco probable que se tomen seriamente los intentos de los educadores de imponer una autoridad cultural, moral o política sobre los medios con que los niños tienen un contacto diario. Si estos, como pasa en muchos casos, se basan en una aceptación paternalista de los gustos y placeres de los niños, entonces realmente merecen que los rechacen. Por dichos motivos, los enfoques proteccionistas de la educación mediática son superfluos, cuando no contraproducentes.

En el Reino Unido y en muchos otros países, la educación mediática a menudo ha venido marcada por un tipo de proteccionismo. Al principio de la educación mediática en el Reino Unido, hasta los años sesenta, la principal motivación era la de un tipo de proteccionismo cultural: el objetivo de hablar de los medios de comunicación era exponer sus limitaciones, la deshonestidad, la falta de valor cultural (y, por lo tanto, conducir a los alumnos a cuestiones más elevadas). En los años setenta se vio la necesidad de un proteccionismo político. Los medios se consideraban como agentes de una ideología dominante, responsables de imponer una falsa conciencia en los estudiantes; el objetivo educativo era «desmitificarlos» y, en consecuencia, conducirlos al verdadero camino político. En particular, en Estados Unidos también existía un tipo de proteccionismo moral en la educación mediática, especialmente como consecuencia de la implicación de grupos religiosos evangélicos. El objetivo era rechazar los mensajes sobre sexo, violencia y moral insana de los medios, y, por lo tanto, frenar el comportamiento inmoral que se suponía que promovían.

Hemos aprendido de la experiencia que este enfoque no funciona, al menos no comprende la naturaleza de la relación de los jóvenes con los medios. Presenta a los alumnos como víctimas y a los maestros como sus salvadores. No es de extrañar que esta sea una versión de la educación de los medios que los alumnos no aceptarán.

En Gran Bretaña y en otros países, la educación mediática ha empezado a ir más allá de este tipo de proteccionismo, pero ahora debe hacer frente a una serie de nuevos retos. En general, preparar a los alumnos para hacer frente a la complejidad del nuevo entorno mediático significa que deben tenerse en cuenta todas las cuestiones que hemos señalado. Es necesario que capacitemos a los estudiantes para que exploren y reflexionen sobre sus experiencias como consumidores, y para comprender las diferencias entre ellos y el resto de las personas. Pero también deben entender una imagen mayor, la naturaleza cambiante de las industrias mediáticas y de las fuerzas comerciales, tecnológicas y culturales que están implicadas. La educación mediática no solo deberá tratar la experiencia subjetiva de los alumnos, o el análisis estilístico-literario de los textos, sino que también deberá tratar las relaciones entre la tecnología, la economía, los textos y las audiencias.

Como ya hemos comentado, la nueva tecnología digital ofrece una mezcla de peligros y oportunidades. En el lado positivo, los medios digitales tienen implicaciones importantes en cuanto a la producción que se puede realizar en un aula. Cuando empecé a enseñar en los colegios, tan solo contábamos con una cámara de super-8 y, con suerte, un vídeo portátil que pesaba tanto que realmente no era portátil. La tecnología era escasa, cara y difícil de utilizar. Mientras los colegios están lejos de disponer del equipamiento adecuado, la situación ha cambiado. La producción mediática es más barata y más accesible, los aspectos importantes del proceso se pueden controlar más fácilmente. Se puede editar un vídeo o realizar una compleja manipulación de imágenes mediante un ordenador estándar, y ello significa que cuestiones conceptuales más amplias (por ejemplo, la selección y manipulación de imágenes) se pueden explorar de forma más práctica y accesible. En consecuencia, empieza a desaparecer la división entre «teoría» y «práctica», que ha sido un problema importante en gran parte de la enseñanza mediática.

Por otro lado, potencialmente estas tecnologías privatizan e individualizan el proceso de producción. En la era multimedia, la producción ha pasado a ser una cuestión silenciosa entre el estudiante individual y la pantalla. Política y educativamente, es importante destacar la naturaleza social de la producción creativa, tanto en términos de trabajo en grupo y de mantener un debate sobre qué debe hacerse como en términos de pensar en el público que tendrá la propia producción y de cómo la interpretará.

Finalmente, está la cuestión de cómo la educación mediática debería responder a las experiencias cada vez más fragmentadas (y más desiguales) de nuestros alumnos. Gran parte de la educación mediática todavía asume que existe una «cultura común». Mientras nosotros reconocemos que los estudiantes individuales pueden tener preferencias particulares como seguidores mediáticos, y que se distinguirán gustos subculturales, todavía pensamos que existe una corriente principal, una experiencia compartida constituida, por ejemplo, por la televisión popular, algún tipo de música pop, películas de Hollywood, publicidad, etc. Como maestros, a menudo es con el material que nos sentimos más cómodos. Hablar de las Spice Girls, del Señor de los anillos o del culebrón televisivo es más fácil que enseñar música riot grrl, películas de artes marciales o juegos de ordenador, porque de esta forma no queda expuesta nuestra propia ignorancia. Podemos asumir que existe un conocimiento compartido por parte de nuestros alumnos y podemos desarrollar fácilmente un nivel suficiente de conocimiento (y, por lo tanto, de autoridad).

Queda por ver hasta dónde llegará la fragmentación, si el público masivo realmente se fragmentará en audiencias más especializadas y fragmentadas, y si el gusto de la corriente principal popular dará paso a una serie de gustos subculturales complejos que se sobrepondrán. Como mínimo, parece ser que este será un proceso gradual y parcial. Pero tendrá implicaciones complejas en cuanto al estatus y el valor de los conocimientos en las aulas y, en consecuencia, para la pedagogía.

El aumento de las desigualdades entre las experiencias mediáticas de los niños supone un reto mayor. Si realmente existe un distanciamiento entre los «ricos en tecnología» y los «pobres en tecnología», algunos de nuestros alumnos acudirán a clase con experiencias culturales más amplias que otros. Aquellos que tienen acceso a la televisión por cable o por satélite, a Internet y a CD-ROM, a videocámaras y vídeo digital, vivirán vidas culturales distintas con respecto a aquellos que carecen de él. Parte de la función del colegio en este ámbito es igualar el acceso, dar oportunidades a aquellos a quienes se les han negado. Pero es importante remarcar que no se trata simplemente del acceso al equipamiento, sino también del acceso al capital cultural (a la habilidad y las competencias) que es necesario para utilizar este equipamiento creativa y constructivamente. Simplemente «conectando» los colegios no será suficiente, porque los alumnos seguirán yendo a clase con experiencias, orientaciones y la tecnología de muy variados tipos de capital cultural.

Ello requiere que pensemos de forma más imaginativa y más radical en las varias esferas educativas públicas que nos pueden permitir hacer frente a estas innovaciones. En el mundo real de la política contemporánea ya no se puede mantener la oposición entre cultura y comercio. Hemos aceptado que las operaciones de los medios cada vez vienen más determinadas por el capital global; pero esto por sí mismo no debería suponer que no tienen una responsabilidad ante sus usuarios o que no están sujetas a una regulación a nivel nacional. Existe un potencial democrático significativo en las nuevas tecnologías mediáticas: pueden hacer llegar la producción mediática y la comunicación a un abanico más amplio de personas. Si esto tiene que ser así, entonces no nos podemos permitir que este potencial solo esté en manos de las fuerzas del mercado. Necesitamos nuevas instituciones públicas, y será necesario repensar las ya existentes.

Creo que los colegios pueden jugar un papel muy destacado al respecto. No estoy de acuerdo con aquellos que ven Internet como el colegio del futuro, o que dicen que el colegio ya no es importante. En cualquier caso, el colegio será más importante tanto en términos de igualar el acceso como en términos de desarrollar el diálogo social continuado, un diálogo cara a cara sobre la educación mediática. Sin embargo, deberemos concebir la educación mediática de forma más amplia, como un proceso que dure toda la vida, como algo que pasa en niveles sociales e institucionales más amplios, no tan solo en las relaciones entre profesores y alumnos.

Nota
Este documento trata sobre cuestiones presentadas más ampliamente en Buckingham (2000) y (en prensa).
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